Javier Milei obtuvo la primera mayoría en las primarias presidenciales de Argentina. Él es candidato y líder de un movimiento político; sin embargo, no hace política. Sólo escenifica una simulación de esta.
A un pueblo harto de la corrupción y la ineficacia de los políticos, le ofrece en cambio un cóctel tóxico de entretención, rabia, paranoia y crueldad.
Lo suyo no es la política, es la bufonada.
La política suele definirse como el “arte de gobernar”. El oficio del político es una difícil alquimia: recoger las aspiraciones y temores de los ciudadanos, y convertirlos en políticas públicas efectivas que permitan acercarse a esas esperanzas y aplacar esos miedos.
Pero el circo de Milei no discute políticas públicas; trafica emociones. Y estas son siempre negativas.
El rostro luce iracundo, los ojos están inyectados en sangre, el grito es descontrolado, las frases están repletas de violencia. Apela a los instintos más primitivos: miedo y agresión. El insulto disimula la falta de argumentos. Cualquiera que lo contradiga es un “delincuente hijo de puta”, una “bestia”, un “pedazo de mierda” o un “concha de su madre”.
Cuando llegó al Congreso, hablaba de sus colegas como “estas mierdas que están en la Cámara de Diputados”.
Milei no se integró a ninguna comisión, y ni siquiera ha asistido a la mayoría de las votaciones. Su trabajo no es impulsar políticas públicas ni buscar soluciones. Lo suyo no es la política; es la provocación, el entertainment envasado en cápsulas de 30 segundos para TikTok.
Es a la vez un demagogo y un populista. Demagogo, porque ofrece remedios simples para problemas complejos. Para qué detallar una reforma viable al Estado, si obtienes más likes sacando a los gritos papeles con los nombres de los ministerios que quieres eliminar.
Para qué discutir sobre cómo combatir la inflación reformando el Banco Central, cuando puedes prometer “dinamitarlo”, vendarte los ojos en TV y agarrar a golpes una piñata que representa al banco (por cierto, ningún país desarrollado ha eliminado el Banco Central).
También es un populista en el sentido más clásico de la palabra: exacerba la oposición entre una élite corrupta (“la casta”) y un pueblo virtuoso. “A los políticos hay que sacarlos a patadas en el culo”, declama, pero su aborrecida casta no solo es política.
Milei ataca a todos aquellos que tengan influencia o prestigio: artistas, intelectuales, científicos… su menú incluye eliminar todo apoyo estatal a la ciencia, y afirmar que “el calentamiento global es otra de las mentiras del socialismo” y “parte de la agenda del marxismo cultural”.
La excepción son sus mecenas. Milei llegó a la TV cuando era empleado de Eduardo Eurnekian, un millonario que administra los aeropuertos argentinos, y dueño del canal de TV que lo lanzó a la fama. Según su biografía “El Loco”, Milei se convirtió en el bufón personal de su jefe (“él lo hacía descostillar de la risa”), y este le aseguró una carrera en sus medios.
Es que será loco, pero no es tonto: el “León” se vuelve un gatito cuando se trata de los intereses de quienes lo respaldan. Sobre el financiamiento fiscal a las iglesias dice, prudente, que “eso no se puede modificar”. Pese a su supuesta ideología libertaria, proclama que el aborto es un “asesinato agravado”, que debe ser criminalizado incluso si quien aborta es una niña que ha sido violada.
La única excepción es el riesgo de vida de la mujer, porque en ese caso “hay un conflicto de propiedad, que sería el cuerpo de la madre”.
Su paranoia es galopante. Descubre conspiraciones izquierdistas bajo cada piedra. La educación sexual debe suprimirse porque “le deforma la cabeza a la gente” y “es parte del socialismo”. El ministerio de la Mujer también se eliminará, porque es “marxismo cultural”, y un “mecanismo de persecución para los que piensan distinto”.
Milei sólo cree en tres derechos básicos: la vida, la libertad y la propiedad. Propone eliminar la salud pública. Sobre la educación pública, dice que “es un lavado de cerebros”.
“Yo considero al Estado como un enemigo; los impuestos son una rémora de la esclavitud”, proclama quien aspira a dirigir ese Estado.
Entretención, rabia, paranoia y crueldad. El circo de Milei es un circo romano, uno donde mueres o matas. La solución a la delincuencia es el Far West: que todos porten armas. ¿Justicia social? Es “la máxima aberración”.
Su fanatismo ideológico lo lleva a proponer un libre mercado de venta de órganos humanos. “Mi primera propiedad es mi cuerpo.
¿Por qué no voy a poder disponer de mi cuerpo?”, proclama.
Si necesitas un órgano, y tienes dinero para pagarlo, te salvas. Si no, te mueres. Si eres pobre, véndele un riñón a un rico. ¿Tu madre, tu hermano o tu hijo murieron? Gran oportunidad: ¡remata su corazón o sus córneas al mejor postor!
La ley de la selva que propone el “León” es una distopía escalofriante donde todo tiene un precio, y la solidaridad, la compasión y la empatía humanas no existen.
¿Debería haber un mercado de venta de niños, entonces? “Si yo tuviera un hijo, no lo vendería”, contesta Milei, pero “la respuesta depende de en qué términos estés pensando, quizás de acá a 200 años se podría debatir”.
Como advertía Juvenal, un pueblo que ha perdido toda fe en la política puede lanzarse gustoso a los brazos de un demagogo. Y cuando se ha acumulado tanta rabia, las ganas de ver el mundo arder pueden ser más fuertes que cualquier racionalidad.
He ahí el atractivo del bufón de rostro desencajado y gritos destemplados. Si ya no hay nada en qué creer, si todo es una gran mentira, si todo se está derrumbando, al menos que sea con un gran espectáculo.
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