lunes, 26 de junio de 2023

"No puede estar bien con el MIR y con nosotros". Desclasifican los archivos de Aylwin y Allende, previos al golpe

En el otoño de 2011, ya retirado de la actividad pública, Patricio Aylwin anotó esta reflexión: “En el sentido más profundo, el golpe militar fue la más grande de las derrotas sufridas por el PDC, un partido que, siendo revolucionario, como se decía entonces, estaba por la sustitución de las estructuras del capitalismo y buscaba un camino sensato, equilibrado y democrático para llevar a cabo las reformas. En ese proceso de cambios profundos, fue la Democracia Cristiana -que se situaba en la centroizquierda del espectro político del país- la que terminó siendo sobrepasada por la polarización y las visiones extremas de uno y otro bando”. 

En febrero de 1974, Aylwin comenzó a elaborar una crónica analizando su rol y el de la DC durante los mil días, así como el actuar de la derecha, la izquierda y las Fuerzas Armadas. Entre fines de los 70 y 80 trabajó intermitentemente en el libro y pudo dedicarse con más concentración y perspectiva tras dejar la Presidencia. Por primera vez relata el diálogo secreto sostenido con el Presidente Salvador Allende en casa del cardenal Raúl Silva Henríquez. 

Fue la noche del viernes 17 de agosto de 1973 y fue el tercer y último diálogo entre ambos para intentar alcanzar a un acuerdo, luego del fracaso de las dos rondas de conversaciones sostenidas el 30 de julio. Estos encuentros se dieron en un ambiente político extraordinariamente tenso. El 26 de julio había comenzado el paro de camioneros, al que luego se plegaron otros transportistas y gremios. 

El 27 de julio fue asesinado el edecán naval, Arturo Araya, en su casa; un golpe muy doloroso para el Presidente. En ese contexto y con la resistencia del PS y de buena parte de la DC, comenzaron los diálogos entre el gobierno y el partido presidido por Aylwin en La Moneda. El propósito, como dijo el Mandatario, era “evitar la guerra civil y mantener la democracia con acuerdos concretos”. Pero las conversaciones no prosperaron: la DC exigía el fin de los grupos armados, promulgar la reforma constitucional que delimitaba las áreas de la economía (social, mixta y privada), así como la integración de las Fuerzas Armadas al gobierno. El Presidente respondió con la idea de crear comisiones para estudiar estos temas. 

Para la DC fue una pérdida de tiempo. Sorpresivamente, días después, el Presidente decidió formar un gabinete de seguridad, integrando a los comandantes en jefe de las tres ramas de las Fuerzas Armadas: Carlos Prats, del Ejército; Raúl Montero, de la Armada, y César Ruiz, de la Fach. Pero las tensiones políticas no se distendían. El paro de los camioneros seguía escalando, el gobierno pretendía expropiar los vehículos y desde el MIR denunciaban preparativos golpistas en la Marina. 

Finalmente, el Presidente Allende pidió la intercesión del cardenal Silva Henríquez para sostener una reunión privada -sin compañía ni prensa- con Patricio Aylwin. “Después del diálogo sostenido con el gobierno a fines de julio, visité al cardenal Silva Henríquez a fin de informarle sobre lo conversado en el encuentro. Le expresé la insatisfacción interna con que había quedado por no haber expresado con toda franqueza a Salvador Allende la integridad de mi pensamiento sobre su responsabilidad como gobernante en la preservación del sistema democrático chileno. 

Le dije también que si el Presidente, en una oportunidad posterior, le requería algún esclarecimiento o alguna intervención de su parte, aunque nosotros pensábamos que era esencial el cumplimiento de las condiciones o bases fijadas públicamente y expuestas en nuestra conversación con el Mandatario, en lo personal estaría dispuesto a conversar con él, en un diálogo franco. El 14 de agosto recibí un llamado del cardenal para señalarme que el Presidente le había pedido que posibilitara un encuentro conmigo a fin de buscar una nueva oportunidad para el diálogo. Sería una cena de carácter reservado en la casa del prelado, el viernes 17, a las nueve de la noche. 

Le expresé que entendía sus buenos propósitos y que cualquier intento por llegar a acuerdos era razonable. También le señalé que el diálogo que habíamos sostenido hacía 15 días había fracasado no por nosotros, sino por la incapacidad del Presidente Allende de ponerse por sobre los partidos de la Unidad Popular, y en especial por sobre su propio partido, y que, aunque no tenía muchas esperanzas de que un nuevo diálogo pudiera ser distinto, tal como se lo había expresado, estaba dispuesto a seguir intentando un acuerdo. El cardenal entonces me dijo: «Yo no quiero intervenir en absoluto en la política. Esta invitación no lo obliga a nada. Solo quisiera ofrecer una mesa amigable, alrededor de la cual puedan intercambiarse ideas y ojalá llegar a soluciones. 

Sería muy duro para ustedes que la historia, el día de mañana, les recriminara el no haber dado una oportunidad de diálogo en un momento tan crítico de Chile. Yo no quisiera que a ustedes, como cristianos, se les imputase esta falta de comprensión y caridad» (1). Solo conversé con Osvaldo Olguín, vicepresidente del partido, antes de dar el sí definitivo al cardenal a esta cita reservada con Allende. No fue una decisión sencilla. Tenía la certeza de que no tendría el respaldo del partido y que la reunión debía ser lo más secreta posible, puesto que el estado de ánimo de las bases era que no se podían seguir tolerando las actuaciones del gobierno y que no había que conversar mientras no cambiara de actitud. Predominaba un sentimiento de que cualquier diálogo era engaño, un ardid del gobierno para ganar tiempo. 

También estaba el hecho de que, a diferencia del Presidente Allende, que creía que el diálogo anterior había fracasado porque su publicidad había exacerbado los ánimos de los sectores más extremos, yo estimaba que ello se había debido a su incapacidad para imponerse por sobre su coalición. Los días que mediaron entre la aceptación y la entrevista los viví en un estado de gran angustia por la responsabilidad que había asumido. Pero mi conciencia me decía que era mi deber hacerlo y la petición me la hacía el cardenal, mi pastor y mi amigo. 

Ese viernes llegué puntualmente a la cita. Allende lo hizo una hora y media más tarde. Venía distendido, lo que me pareció que no correspondía al momento. Apenas ingresó, nos dijo que el motivo de su atraso era que el general Ruiz había renunciado al ministerio (*) y que pretendía conservar la Comandancia en Jefe de la FACH. La noticia no me sorprendió y le comenté que, a mi juicio, el general no tenía otro camino, considerando que había asumido en medio del paro y no había contado con los medios para llegar a una solución. De hecho, me sorprendía que no lo hubiese hecho antes. Salvador Allende, tranquilo, me respondió: «No ve que usted no sabe», y dio detalles sobre cómo se había formado el gabinete y la negativa del general Ruiz a aceptar su propuesta original de que asumiera como ministro de Minería, una cartera que protocolarmente estaba bajo la de Tierras y Colonización, que había sido ofrecida al general director de Carabineros. 

«Yo le advertí de los problemas que se le presentarían —continuó el Presidente—, en consecuencia, usted está equivocado y habla de lo que ignora». Luego me expresó que no podía aceptar que en un gabinete integrado por los comandantes en jefe uno de ellos, por discrepancias políticas, pretendiera dejar el gabinete y continuar en el mando institucional. En ese momento, Allende se metió la mano al bolsillo, sacó un papel doblado y se jactó, diciendo: «Aquí tengo su renuncia a ambos cargos». Luego volvió a guardar el papel, golpeándose el bolsillo, como queriendo decir: «Quien manda soy yo; una vez más, he ganado la pelea». 

Durante la comida, aparte del cardenal, el Presidente y yo, estaba presente el secretario del prelado. Hablamos de varios temas. Allende se explayó respecto de las dificultades que había enfrentado para aplicar su programa de gobierno y sus acciones para superarlas. 

Considerando el carácter bastante íntimo y el ambiente de cierta confianza que había, me pareció que debía sincerarme con el Presidente. Recuerdo que le dije: usted, Presidente, puede pasar a la historia con dos imágenes: una, la del hombre que ofreció construir en Chile el socialismo en democracia y que, al cabo de tres años, no ha construido el socialismo, ha destruido la democracia, ha arruinado la economía y ha puesto en riesgo la seguridad del país; la otra, la de un hombre cuyo gobierno marque un hito en la historia de Chile, de tal manera que se diga: antes de Allende y después de Allende. 

Pero para que esto último ocurra, usted tiene que definirse, tiene que tomar una decisión política. Usted, Presidente, ha hecho la parte sucia del gobierno: ha destruido las estructuras capitalistas, pero no ha construido las nuevas estructuras. 

Esto exige consolidar el proceso, institucionalizarlo, crear las instituciones o las formas jurídicas y sociales de organización de la nueva sociedad. Hay que poner orden al caos existente en el país; sobre todo, hay que poner en marcha la economía chilena, que está paralizada. En este país nadie trabaja y los partidarios del gobierno tiran cada uno para su lado y mantienen un clima de constante agitación. Al finalizar, le señalé: 

Usted tiene que escoger, Presidente, usted tiene que elegir! El drama de un gobernante es que tiene que elegir. No se puede estar bien al mismo tiempo con Dios y con el diablo. Hay que definirse. Usted no puede estar al mismo tiempo con Altamirano y con la Marina. No puede estar bien con el MIR y pretender estarlo con nosotros. 

Hasta ahora, usted parece conciliar lo inconciliable y, con su capacidad de persuasión, cree ir superando los obstáculos, pero eso es solo transitorio. La reacción de Allende no fue la que hubiese esperado. Mis palabras habían sido en extremo duras y francas, pero él parecía no calibrar la profundidad de mi planteamiento y trató de demostrarme que estaba informado de los problemas que aquejaban al país y que no era yo, una persona extraña al gobierno, quien podía darle lecciones sobre el particular, puesto que él lo sabía mejor que nadie.
    
Comenzaba a angustiarme, pues intuía que la reunión podría terminar siendo otra maniobra dilatoria que debilitaría la posición de la Democracia Cristiana ante la opinión pública. Decidí insistir al Presidente en que sus buenos propósitos y palabras no se conciliaban con los hechos. 

Entonces, Allende, en forma solemne, como para demostrarme que él cumplía sus promesas, se dirigió al cardenal en los siguientes términos: «Señor cardenal, señor senador, señor secretario: yo he prometido que no tocaría a la Iglesia ni con el pétalo de una rosa. 

Digan si no es verdad que yo he cumplido». El cardenal le agradeció por la actitud siempre respetuosa y comprensiva con la institución, pero le expresó que los mandos medios no siempre habían cumplido. Allende replicó de inmediato: «¿Y sus mandos medios? ¿Qué me dice, señor cardenal?», salida que provocó la hilaridad de los presentes. Al terminar la cena pasamos al escritorio del cardenal. Su secretario nos dejó solos a los tres. 

Allende se sirvió un whisky y, en un gesto muy propio de él, comentó: «Esto es Chile. En qué parte del mundo podría darse que el Presidente de la República, masón y marxista, se reúne a comer en la casa del cardenal con el jefe de la oposición. Esto no se da en ninguna parte». 

Los tres que allí estábamos convinimos en que ello era posible debido al espíritu de diálogo que siempre había primado en Chile. Como Allende no entraba en materia y continuábamos en una charla ligera de sobremesa, volví a la carga. Le hice ver nuestra convicción de que el país marchaba directamente hacia la dictadura del proletariado por la acción de los grupos armados y del poder popular, que sobrepasaba al poder institucional, cosa que nosotros no podíamos aceptar. 

El Presidente me miró fijamente y, golpeándose una pierna, me dijo: mientras yo sea Presidente de Chile, no habrá dictadura del proletariado. Recuerdo que tuve en la punta de la lengua una réplica: «Mejore la garantía, Presidente», pero me contuve, dándome cuenta de que una frase semejante, dicha al Presidente de la República, era una impertinencia. 

Él, sin duda, lo advirtió, porque me dijo en tono quejoso: «Usted no me cree. Yo le creo a usted y usted no me cree a mí». Yo le repliqué: «¡Cómo le voy a creer, Presidente, si ha dicho tantas veces una cosa y el gobierno ha hecho la contraria; si sus palabras han sido tantas veces desmentidas por los hechos de este gobierno!». Tras reiterar su confianza en su capacidad para manejar la situación y controlar a los grupos extremistas, Allende contó anécdotas sobre algunos hechos ocurridos por esos días. 

Al ver que nuevamente la conversación se alejaba de los temas necesarios de abordar, le planteé que no era posible que diéramos por finalizado el encuentro sin tocar los problemas que estaban latentes en ese instante. Le manifesté mi preocupación por el conflicto de los transportistas, que tendía a generalizarse, advirtiéndole que, si hasta ahora había gremios que no se habían adherido, ello se debía a que nosotros los estábamos atajando, pero que esto no era algo que podíamos seguir haciendo de manera indefinida. 

«Su gobierno tiene el deber de dar algunos pasos para aliviar la tensión y solucionar los problemas pendientes», le dije, señalándole que se debía terminar la acción de los grupos armados, promulgar la reforma constitucional, asegurar que el gobierno fuera a seguir el cauce democrático y que los poderes institucionales fueran los que gobernasen y no ser sobrepasados por poderes de hecho. 

Luego le expresé que cuando nos reunimos la vez anterior y Carlos Briones (*) me había ido a dejar a mi casa, yo le había dicho que si él y yo nos encerrábamos durante una tarde lograríamos la fórmula de acuerdo necesaria para hacer posible la promulgación de la reforma constitucional. El Presidente me contestó que daría instrucciones a Briones de ponerse al habla conmigo para que buscáramos esa fórmula, porque su deseo era promulgar la reforma. 

A continuación, le planteé el problema de los trabajadores del cobre, a lo cual me replicó que él no podía estar amparando a gente de Patria y Libertad. Le expresé que los trabajadores del cobre no eran de Patria y Libertad y tampoco fascistas, eran obreros, y que Carlos Briones, designado árbitro para resolver el tema de los despidos, había resuelto hacía varios días que debían ser reintegrados a sus labores, pero que hasta ahora ese fallo no se había cumplido. 

El Presidente respondió que al día siguiente ordenaría el inmediato reintegro de todos quienes no fueran de Patria y Libertad. Luego abordé el tema de la Papelera, haciéndole ver la necesidad de que se fijaran precios justos para sus productos y evitar así su quiebra. Le hice ver que yo no tenía vinculación alguna con esa empresa ni interés de tipo particular, sino que creía que, al defender su existencia, defendía la libertad de información escrita en el país. 

El Presidente Allende quiso volver sobre la idea de una comisión nacional de distribución del papel, pero le expresé que en ese momento ella no satisfacía el requerimiento de la opinión pública, que veía que la única garantía en esa circunstancia de amenaza para la información escrita y de distribución del papel era la supervivencia de la Papelera. 

Entonces me señaló su disposición a solucionar de inmediato el problema, para lo cual designaría a una persona y yo debía nombrar a otra (propuse el nombre de Sergio Molina, que le pareció bien) para que hicieran un estudio técnico cuyo acuerdo sería la resolución del gobierno. Finalmente, le dije que era necesario resolver el conflicto del transporte. 

Él, ya de pie para retirarse, me señaló: esto lo solucionamos los dos. Le manifesté que ello no era posible, ya que era un tema que él debía hacer y para ello tenía a su ministro, el general Ruiz, o a quien designase en su reemplazo. 

Le expresé que, por el lado de los transportistas, actuaba el presidente de la Confederación de Transportes, Juan Jara, un democratacristiano con el que estaba seguro que el ministro podría llegar a un acuerdo. Con un tono ligero me dijo que si ello no se concretaba, él y yo resolveríamos los puntos en desacuerdo. 

Fue la última vez que lo vi: la madrugada del 18 de agosto. Al día siguiente fui temprano a la casa del cardenal para confrontar opiniones. Yo estaba francamente extrañado por el hecho de que, habiéndose efectuado la reunión por iniciativa del Presidente, este no hubiera formulado ninguna proposición concreta, ningún planteamiento político, y manifiestamente hubiera rehuido entrar a un examen de fondo sobre la crítica situación en que estaba el país. 

El cardenal tenía análoga impresión, pero estimaba positivo que hubiéramos logrado bases de acuerdo para algunos problemas concretos y restaba importancia al carácter informal y liviano de la entrevista, expresándome que, a su juicio, nuestro diálogo había sido del género de las conversaciones sociales de sobremesa y que, en consecuencia, había que tomarlo en ese sentido. 

 Lo que a mí me preocupaba sobremanera eran las reales intenciones del Presidente: si sinceramente quería buscar un acuerdo o solo ganar tiempo y utilizar su reunión privada conmigo para aparentar ante el país y ante las Fuerzas Armadas que estaba en conversaciones con la Democracia Cristiana para llegar a un arreglo de la crisis. Si se trataba de esto último, la conversación habría sido perdida y su único resultado sería debilitar la posición del PDC en beneficio de la extrema derecha” (2).

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